De niño solía jugar béisbol en un tierrero que había al lado de mi casa. Nos reuníamos todos los carajitos de la urbanización, recolectando entre todos los implementos que teníamos: algunos tenían guantes, otros bates, otros las pelotas. Siempre había dos que eran los líderes y que, como tales, serían los encargados de escoger al resto de su equipo. Yo siempre fui de los escogidos, y no voy a decir que siempre me tocó en el equipo más malo, es mentira, a veces me tocó ganar.
Pero lo que quiero comentar acá son las veces que me tocó perder. No importaba si teníamos al mejor primera base, al pitcher que lanzaba más duro, al mini-slugger de la cuadra o al que se robaba todas las bases, a veces, como en todo en la vida, a mi equipo le tocaba perder. Y sobre todo cuando teníamos ese equipazo nos íbamos con mal talante a nuestras casas, todos juntos arrastrando los pies en la tierra y con la mirada baja, y de vez en cuando alguno de nosotros decía: «bueno, pero por lo menos nosotros dimos tres jonrones y ellos no dieron ninguno». O «nos habrán ganado, ¡pero perencejito les metió como 400 ponches!»